domingo, enero 10, 2021

Cuesta mucho construir una costumbre. Vivimos en las costumbres. Pero hay que tener cuidado con cuáles construimos. A veces nos hacemos adictos a ciertos hábitos nocivos que nos consumen lentamente hasta hacer de nuestra vida algo vulgar y sombrío. Puede que nos acostumbremos a un mal humor permanente, a un estado de espera constante, a un victimismo inane o a frecuentar compañías poco agradables. El problema es cuando la costumbre se convierte en dependencia. Trato de cultivar las buenas costumbres, aquellas que me aportan algo provechoso, las que me hacen sentir en paz y agradecido, las que consiguen que todo lo demás pase a un segundo plano, las que me llenan de esperanza sin exigencias. No siempre es fácil, porque a veces no dependen de ti, y cuando crees que has forjado una buena costumbre que querrías conservar toda la vida, todo se desvanece y te lamentas por no haber hecho o dicho lo suficiente para evitar que desaparezca. Añoras las costumbres que te aproximaron a la felicidad, de esa poco frecuente que sabes que lo es incluso en ese preciso momento, y echas de menos esos instantes de luz que te indicaron el camino cuando andabas enredado en tus laberintos particulares. La vida es más transitable cuando te apoyas en rutinas compartidas que te vuelven reconocible el camino hasta hacerte sentir como en tu hogar, de esas que nunca te cansas y que desearías que no terminasen nunca. Pero lamentablemente las costumbres no son para siempre. Se suceden unas a otras y es inevitable echar de menos aquellas que te hicieron la vida más agradable. Necesitamos buenas costumbres que sean para siempre y buenas personas con quien compartirlas, de esas únicas e imprescindibles que convierten la felicidad en una costumbre.


 

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