cada noche conspirábamos contra la soledad disfrazada de aburrimiento refugiados en desesperadas barras de sucios bares de carretera buscando la redención en brazos de princesas destronadas, unidos por carencias comunes imposibles de saciar, persiguiendo los mismos espejismos falaces, aunque sospechábamos que el futuro no era lo que imaginamos, ansiábamos el tacto de otros cuerpos extraños para fingirnos cercanos, creyendo en etílicas visiones de grandeza que prometían un nuevo renacer huérfano de pasado para no caer más en el recurrente error del deseo, renunciando a triunfos prolongados que no merecimos descubríamos que no había motivos para el lamento siempre que hubiera tiempo para una ronda más, entregados a un entusiasmo feroz que nos asomaba al precipicio discutíamos sobre el dolor y la vida y todo lo demás como si entendiéramos algo, como que no había nada que entender, sumergidos en la corriente hipnotizante de nuestras voces como un eco reconfortante que nos convencía de todas nuestras dudas, aferrándonos a frágiles certezas que pronto se derrumbaron para domesticar nuestra soberbia, creyendo que no había nada más allá que ese leve acontecer suave en que se convertían nuestros días vulgares desprendidos de trascendencia, renunciando a esperar nada para no disminuir el instante incuestionable, complaciéndonos en incumplir cualquier expectativa nos dejábamos atrapar por promesas de fugacidad eludiendo batallas ajenas; no importaba que después tuviésemos que regresar a la rutina del desengaño, expertos en esquivar los efectos de la ausencia habíamos encontrado un modo incuestionable de hacer las cosas que juzgamos acertado, evitando la culpa despistábamos al dolor en cada esquina hasta que olvidamos cómo hacerlo y empezamos a preocuparnos por facturas, promesas y otras deudas, corregimos algunos recuerdos abandonando aquella rutina redentora que fue la vida; solíamos actuar como si no importara, despreocupándonos por las consecuencias nos dejábamos caer en el capricho de una tarde sin nombre como si aquello no tuviera que acabar nunca; después vino todo lo demás, muchos llegaron para no quedarse, otros simplemente no volvieron, los demás quién sabe dónde, y pusimos en el pasado la esperanza de la repetición convirtiéndolo en el comienzo de todos los fracasos, cuando no sabíamos que habríamos de lamentar algo, cuando todo era tan fácil como inocente, pensando que no habría que rendir cuentas a nadie, que no tendríamos nada que ver con este tipo vulgar y cobarde en que nos hemos convertido y que nos juzga a través del tiempo; hemos intentado engañarnos muchas veces, incluso durante un instante profundo hemos creído lograrlo levemente, empeñados en alcanzar todas esas cosas banales como si acaso importasen, entonces, en mitad del camino, algo se rompe en nuestro interior y seguimos adelante como si no oyéramos el crujido, afanándonos en ocupaciones absurdas, acumulando un inmenso patrimonio de renuncias y decepciones nos arrastramos por la suave corriente del delirio sobrepasado el momento sin retorno, debatiéndonos entre el hastío y la entrega mientras desfilan ante nosotros todos los temores como gigantes de hierro imposibles de abatir, esclavos de la costumbre no conseguimos olvidar errores que no prescriben y nos negamos a asumir, aunque haya pagado con creces las facturas que dejó en mí la inconsciencia, porque nuestra piel es fina como una ciudad antigua en la que el menor rasguño descubre restos del pasado, sometidos a todos sus caprichos, ciegos de responsabilidad, carentes de opciones, nos engañamos creyéndonos inocentes acusando a cualquier otro, mentiras erguidas para esquivar la culpa, como si no fuésemos cómplices del verdugo y responsables de decisiones tomadas sin saberlo, y ahora, recaigo de nuevo en la falta de querer ser diferente, aunque sea por un instante, pero no importa lo que creamos, a pesar de disfrazarnos del pasado, nunca más lo que fuimos
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