Me pregunto qué excusa pondré hoy para no hacer todo lo que quiero, a quién echaré la culpa de mi desidia y mi indolencia, en qué pecado capital me regocijaré sin rastro de mala conciencia, de qué manera me empeñaré en perder el tiempo. Siempre tengo a mano una larga lista de pretextos habituales que me permiten convertir mis manías en razones y me llevan una y otra vez de vuelta al confortable punto de partida. Todas esas ocupaciones banales que llenan el día de actividades y lo vacían de sentido, cómplices de mi cobardía a las que tanto apego tengo. Siempre puedo culpar al infortunio, a los demás o al destino, pero esos son tan solo nombres que damos a aquello a lo que no nos atrevemos a enfrentarnos por temor al fracaso. Pero el fracaso es no buscar la respuesta, no probar la llave correcta, no intentar hacer lo que haríamos si hiciéramos algo, tal vez por temor a la crítica o al juicio ajeno. No temas a la mirada del otro, no tienes que rendir cuentas a nadie, porque ellos tampoco tienen ni idea y nadie hablará de nosotros cuando hayamos muerto, así que haz que hablen mientras aún estás vivo. Pereza, miedo, vergüenza, duda, los cuatro jinetes de mi apocalipsis que paralizan la voluntad e invaden mis deseos hasta hacerlos desvanecerse por completo. Todo lo que me hace incapaz, menos libre, más pequeño. Lucho a diario contra ellos para intentar vencer tantas excusas forzadas que me impiden ser quien quiero, quien soy.
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