sábado, noviembre 21, 2020

Llega un momento en que hay que perder el miedo y atreverse, aunque sepas que no será fácil. Lo más sencillo es quedarse quieto, calladito y agazapado en un rincón oculto donde nadie advierta tu presencia. Es una forma cómoda y sencilla de vivir, sin pretensiones, sin esperanzas, sin decepciones. Uno llega a acostumbrarse con presteza a formar parte de la manada. Confieso que ese ha sido mi modus operandi habitual. Pero el tiempo se te escapa y tu vida se consume en una insoportable mediocridad que se convierte en tu más pesada condena. Salir de tu refugio supone exponerte a la crítica, el rechazo y la burla. Puede que creas que no estás preparado, que desconfíes de tus posibilidades de éxito, conocedor de tus múltiples defectos, y que no te sientas con fuerzas para intentarlo. Cometerás mil errores, sentirás agorafobia ahí afuera y tendrás la tentación de regresar a tu escondite atravesado por la nostalgia de tu monótona vida silenciosa, pensarás que aquello no estaba tan mal y maldecirás el momento en que te decidiste a salir, pero no debes volver la vista atrás, pues es una trampa mortal que acabará con todos tus sueños, sino mirar siempre hacia adelante, aprender a saborear los dulces frutos de la adversidad y dejar que los perros ladren a nuestras espaldas mientras seguimos cabalgando en pos de lograr nuestros propósitos.


 

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