domingo, noviembre 22, 2020

Cuando era pequeño, mis libros favoritos eran los de “Elige tu propia aventura”. Me encantaba llegar al final de una página o de un capítulo y enfrentarme a la decisión de escoger un camino entre varias posibilidades. Incluso podías hacer la pequeña trampa de volver atrás y seguir uno diferente si no estabas satisfecho con el resultado. Me entusiasmaba esa sensación de tener en mis manos el destino del protagonista de la historia, aunque al final se tratase tan solo de escoger entre unas cuantas opciones más o menos limitadas que acababan conduciéndote a finales bastante previsibles. Afronto mi vida del mismo modo. Asumo la responsabilidad de elegir y no me gusta que me marquen el rumbo como si no hubiese más que una forma de hacer las cosas, la suya. Sé que hay muchos, tal vez la mayoría, que prefieren que les digan lo que tienen que hacer en todo momento, a los que les asusta la posibilidad de tener que tomar una decisión que pueda comprometer su futuro y se conforman con no salirse jamás del sendero establecido. Los veo actuar, satisfechos consigo mismos, convencidos de hacer siempre lo correcto, orgullosos y altivos, y en ocasiones hasta los envidio. Vivir es fácil con los ojos cerrados. Pero yo no consigo actuar así, aunque me lo haya propuesto en más de una ocasión. Tal vez marcado por mis deseos infantiles, me empeño en escoger mi propio destino, incluso a costa de elegir el camino más difícil, pero que me resulta más emocionante y atractivo. Me niego a admitir que la vida sea un relato lineal y continuo cuya trama deba limitarme a seguir pasivo, aunque sé que en la realidad no puedes volver atrás y rectificar una mala elección, pero es esa sensación la que me hace sentir vivo, incluso aceptando que todo puede acabar en la próxima página. El riesgo forma parte de este juego. No quiero que nadie escriba por mí la historia de mi vida. Aunque pueda equivocarme, prefiero elegir siempre mi propia aventura.


 

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