Si algo caracteriza al ser humano es su extraordinaria capacidad para olvidar. Más que seres que piensan somo seres que olvidan. Y es que no deja de asombrarme la incomparable habilidad que poseemos para pasar página y seguir adelante sin mirar atrás, como si no recordásemos nada de lo vivido, sin pena ni remordimiento. Es cierto que hay hechos difíciles de olvidar, que se graban a fuego en nuestra mente y nos revuelcan la vida, pero son muy escasos, tan solo aquellas desgracias personales o familiares de las que no podemos desprendernos, pero incluso esos no nos impiden seguir viviendo. Pero no me refiero a esos sucesos traumáticos que rara vez ocurren, sino a actitudes y comportamientos cotidianos que asumimos con naturalidad: el daño que hicimos a alguien, las promesas incumplidas, la palabra dada, los proyectos abandonados, la mano tendida, los compromisos adquiridos, las afinidades electivas... Con qué facilidad olvidamos los buenos momentos compartidos, lo importante que alguien fue para nosotros en un momento determinado y los sentimientos tan intensos que esa relación nos despertó. Olvidamos amores, odios y todo tipo de afectos por igual, olvidamos a quien nos quiso y a quien quisimos, a nuestros amigos y enemigos, a quien nos humilló y a quien nos salvó la vida. Personas que fueron un apoyo fundamental sin las que creímos que no sabríamos vivir y que hoy son apenas un recuerdo lejano que no logra conmovernos. En un tiempo siempre breve, todo eso desaparece con extrema facilidad, o si surgen de vez en cuando lo hacen como pensamientos pasajeros despojados del significado que en su día tuvieron. Tal vez se trate de un mecanismo de defensa para tratar de curar las heridas y que el pasado así duela menos, intentando no sentirnos víctimas ni culpables, para no compadecernos ni flagelarnos. Tal vez no sea lo más justo, pero sí lo más conveniente. ¿O es que acaso podríamos vivir recordando constantemente todo lo que perdimos?
No hay comentarios:
Publicar un comentario