jueves, noviembre 26, 2020

A veces lo mejor es no hacer nada. Sentarse a contemplar la realidad y dejar que las cosas sucedan por sí solas sin empeñarnos en corregir supuestos errores. Pero no siempre es fácil resistir la peligrosa tentación de la acción. Admitir que hay cosas que están mejor sin nuestra intervención y que, como la rosa, no debemos tocarlas si no queremos que se estropeen. Que no hace falta que estemos siempre buscando mejorar lo que ya funciona. No empeñarnos en inventar soluciones a problemas que no existen más que en nuestra imaginación. Menos es más casi siempre y, como en el precio justo, si te pasas solo un poco lo pierdes todo, por lo que más vale quedarse corto que pasarse de la raya. Sé que tendemos a pensar que podríamos hacer siempre algo más para mejorar cualquier aspecto de nuestra vida o de la de los demás, pero deberíamos aprender a desterrar ese pensamiento estafador, fruto del sentimiento de culpa que nos genera el mero hecho de no hacer nada y nos empuja a una constante hiperactividad vacía y sin sentido. Cuántas cosas hemos arruinado por querer más, cuántas veces habríamos estado mejor calladitos pero nuestro afán de protagonismo, la impaciencia o la ambición nos jugaron una mala pasada. A veces no hacer nada es hacer mucho. No hace falta que vayamos por ahí salvando vidas, destinos o patrias. A veces es tan sencillo como ofrecer tan solo un poco de apoyo, pronunciar la palabra precisa, mostrar un gesto de comprensión o una mirada cómplice. Casi nada, casi todo.


 

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