Estos días asisto perplejo a una alarmante relajación de las conductas. Observo desde la distancia cómo la gente se comporta como si no pasara nada. Hemos perdido el miedo y la prudencia y no nos preocupa lo que ocurra a nuestro alrededor. En definitiva, no hemos aprendido nada. Nos creemos inmunes y despreciamos las recomendaciones de las autoridades sanitarias. Qué sabrán ellos. Nos preocupamos más por salvar la Navidad que por salvar la vida. Y la culpa de todo siempre es de otro. No estamos dispuestos a que nadie nos diga lo que tenemos que hacer, a que nos impongan normas y horarios o nos quiten nuestras costumbres. En eso sí que somos estrictos. Nosotros somos mucho más listos que ellos, aunque no sepamos nada de ciencia o medicina, hemos aprendido en la universidad de la calle con matrícula de honor. Siempre tenemos argumentos para criticar a todo el mundo. Nadie va a quitarnos la libertad de hacer lo que nos dé la gana con nuestra vida y con las de los demás. Antes que tu salud está mi derecho a disfrutar de mis pequeños vicios y mis tradiciones. Después de ocho meses aún no somos conscientes de lo que está pasando, incluso cada día un poco menos. Tal vez, cuando estés luchando por tu vida en una cama de hospital te preocupes menos por tu cuenta corriente, tus reuniones familiares o tus vacaciones. Mientras sean otros los que se mueren, tampoco te afecta demasiado. Tal vez mañana.
sábado, noviembre 28, 2020
jueves, noviembre 26, 2020
A veces lo mejor es no hacer nada. Sentarse a contemplar la realidad y dejar que las cosas sucedan por sí solas sin empeñarnos en corregir supuestos errores. Pero no siempre es fácil resistir la peligrosa tentación de la acción. Admitir que hay cosas que están mejor sin nuestra intervención y que, como la rosa, no debemos tocarlas si no queremos que se estropeen. Que no hace falta que estemos siempre buscando mejorar lo que ya funciona. No empeñarnos en inventar soluciones a problemas que no existen más que en nuestra imaginación. Menos es más casi siempre y, como en el precio justo, si te pasas solo un poco lo pierdes todo, por lo que más vale quedarse corto que pasarse de la raya. Sé que tendemos a pensar que podríamos hacer siempre algo más para mejorar cualquier aspecto de nuestra vida o de la de los demás, pero deberíamos aprender a desterrar ese pensamiento estafador, fruto del sentimiento de culpa que nos genera el mero hecho de no hacer nada y nos empuja a una constante hiperactividad vacía y sin sentido. Cuántas cosas hemos arruinado por querer más, cuántas veces habríamos estado mejor calladitos pero nuestro afán de protagonismo, la impaciencia o la ambición nos jugaron una mala pasada. A veces no hacer nada es hacer mucho. No hace falta que vayamos por ahí salvando vidas, destinos o patrias. A veces es tan sencillo como ofrecer tan solo un poco de apoyo, pronunciar la palabra precisa, mostrar un gesto de comprensión o una mirada cómplice. Casi nada, casi todo.
domingo, noviembre 22, 2020
Cuando era pequeño, mis libros favoritos eran los de “Elige tu propia aventura”. Me encantaba llegar al final de una página o de un capítulo y enfrentarme a la decisión de escoger un camino entre varias posibilidades. Incluso podías hacer la pequeña trampa de volver atrás y seguir uno diferente si no estabas satisfecho con el resultado. Me entusiasmaba esa sensación de tener en mis manos el destino del protagonista de la historia, aunque al final se tratase tan solo de escoger entre unas cuantas opciones más o menos limitadas que acababan conduciéndote a finales bastante previsibles. Afronto mi vida del mismo modo. Asumo la responsabilidad de elegir y no me gusta que me marquen el rumbo como si no hubiese más que una forma de hacer las cosas, la suya. Sé que hay muchos, tal vez la mayoría, que prefieren que les digan lo que tienen que hacer en todo momento, a los que les asusta la posibilidad de tener que tomar una decisión que pueda comprometer su futuro y se conforman con no salirse jamás del sendero establecido. Los veo actuar, satisfechos consigo mismos, convencidos de hacer siempre lo correcto, orgullosos y altivos, y en ocasiones hasta los envidio. Vivir es fácil con los ojos cerrados. Pero yo no consigo actuar así, aunque me lo haya propuesto en más de una ocasión. Tal vez marcado por mis deseos infantiles, me empeño en escoger mi propio destino, incluso a costa de elegir el camino más difícil, pero que me resulta más emocionante y atractivo. Me niego a admitir que la vida sea un relato lineal y continuo cuya trama deba limitarme a seguir pasivo, aunque sé que en la realidad no puedes volver atrás y rectificar una mala elección, pero es esa sensación la que me hace sentir vivo, incluso aceptando que todo puede acabar en la próxima página. El riesgo forma parte de este juego. No quiero que nadie escriba por mí la historia de mi vida. Aunque pueda equivocarme, prefiero elegir siempre mi propia aventura.
sábado, noviembre 21, 2020
Llega un momento en que hay que perder el miedo y atreverse, aunque sepas que no será fácil. Lo más sencillo es quedarse quieto, calladito y agazapado en un rincón oculto donde nadie advierta tu presencia. Es una forma cómoda y sencilla de vivir, sin pretensiones, sin esperanzas, sin decepciones. Uno llega a acostumbrarse con presteza a formar parte de la manada. Confieso que ese ha sido mi modus operandi habitual. Pero el tiempo se te escapa y tu vida se consume en una insoportable mediocridad que se convierte en tu más pesada condena. Salir de tu refugio supone exponerte a la crítica, el rechazo y la burla. Puede que creas que no estás preparado, que desconfíes de tus posibilidades de éxito, conocedor de tus múltiples defectos, y que no te sientas con fuerzas para intentarlo. Cometerás mil errores, sentirás agorafobia ahí afuera y tendrás la tentación de regresar a tu escondite atravesado por la nostalgia de tu monótona vida silenciosa, pensarás que aquello no estaba tan mal y maldecirás el momento en que te decidiste a salir, pero no debes volver la vista atrás, pues es una trampa mortal que acabará con todos tus sueños, sino mirar siempre hacia adelante, aprender a saborear los dulces frutos de la adversidad y dejar que los perros ladren a nuestras espaldas mientras seguimos cabalgando en pos de lograr nuestros propósitos.