viernes, mayo 02, 2003

El silencio se interpuso entre nosotros como un invisible telón de acero. Cuando estábamos juntos nadie tenía nada que decir, sabíamos que toda palabra sería en vano, que el otro nunca entendería lo que uno sentía en secreto. Echábamos la culpa a cualquier cosa resignados a lo inevitable para impedir que su peso se posase implacable sobre nuestras conciencias. Nunca teníamos nada que decirnos, no sabíamos de qué podíamos hablar, no teníamos en común más que nuestras tristes vidas paralelas que nunca lograrían cruzarse. Éramos dos extraños solitarios que el deseo había unido con pocos argumentos.
Cuando ella se fue, una fría mañana sin hacer ruido, hallé la nota de despedida en la mesilla y en ese momento sentí urgente la necesidad de decirle todo aquello que no supe, mi mente se inundó de palabras a deshora, y lamenté no haber sabido nunca qué decirle, ni siquiera alguna sencilla y común palabra a tiempo como por ejemplo tequiero.


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