viernes, noviembre 12, 2010

Habíamos conseguido escapar durante unos minutos de nuestras vulgares ocupaciones cotidianas para encontrarnos en un parque cualquiera de cualquier ciudad olvidada, compartir unos sándwiches como excusa aunque no tuviéramos apetito serenadas al fin las urgencias, convencidos de que es mejor recordar las cosas como fueron y no esforzarse en disfrazar el dolor o la culpa para creernos más o mejores ni siquiera distintos, hablamos de las clases y del tiempo y de todo lo demás intentando cubrir cada hueco en la conversación para no dejar un resquicio por el que infiltrarse a la duda, manteniendo el equilibrio sobre el tentador abismo fingiendo no saber lo que sabíamos para ocultar que no éramos capaces de olvidar, mientras pensábamos que aquello no había sido buena idea. Estuve a punto de pedir perdón, no sé muy bien por qué, tal vez sólo por cortesía o por miedo evitando cualquier intento de despedida, como si no, como si nada… Era tarde y había que marcharse a cualquier sitio, aunque no hubiera prisa la simulamos, pensé que recordaría siempre sus últimas palabras pero ahora sólo consigo recordar ese silencio incomparable grabado en mí como una perpetua condena sin tregua a la que me aferro como única esperanza.

1 comentario:

Elena dijo...

Es que el silenco a veces se compone de palabras llenas