Que vamos demasiado deprisa por la vida es algo que todos (o casi) sabemos y nos repetimos nostálgicos de vez en cuando, pero que tampoco intentamos hacer nada por remediarlo resulta obvio en la mayoría de los casos.
Subidos en un tren que camina a gran velocidad en el que solemos vernos rodeados de rostros extraños y hostiles, dejamos pasar las estaciones sin darnos cuenta o no nos atrevemos a bajar por miedo o por estar demasiado cómodamente instalados en nuestro asiento, y ni siquiera nos gusta mirar por la ventanilla para comprobar lo rápido que todo va quedando atrás sin que nos dé tiempo a percibirlo adecuadamente, sino sólo como manchas deformes que no acertamos a identificar.
Y así este tren en el que a veces coincidimos con alguien de nuestro agrado a cuyo lado nos sentamos y así parece disminuir su velocidad, avanza desbocado cada vez más rápido hacia el final sin que hayamos disfrutado de su trayecto.
Por eso, a partir de ahora miraré siempre por la ventana para poder verlo todo sin que pase desapercibido y admirar su belleza, aunque a veces maree el vértigo de la velocidad, porque todo lo que dejemos pasar lo habremos perdido para siempre, y bajaré en todas las estaciones intermedias aunque corra el riesgo de perder el tren.
Pero la vida sin correr riesgos no merece la pena.
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