Cuántas veces sabemos que no debemos hacer algo y sin embargo lo hacemos. Es como ese enorme botón rojo que pone “No tocar” y se nos antoja irresistible. Como un niño pequeño al que le dices “no hagas eso” y lo hace con más ganas. Particularmente, tengo una exacerbada tendencia natural a la autodestrucción. Me complazco viendo mi mundo estallar en mil pedazos. Por suerte, no manejo material sensible ni peligroso (o tan solo para mí mismo). Hay ocasiones en las que sé que me estoy equivocando claramente, y conozco sin duda cuál es el camino correcto, pero aun así me empeño en tomar el menos adecuado. Es por eso que sé que volvería a cometer los mismos errores aunque conociera su catastrófico resultado. Sé que no tendría que haber dicho lo que dije, que no debí tomar aquella decisión, que lo más conveniente es siempre callar y aceptar que las cosas son como son y no como querríamos que fueran, pero sencillamente soy incapaz de hacer lo que debo. Por eso espero que disculpes cada vez que meto la pata y me revuelco en el fango, pues es mi condición y no puedo cambiarla, y en todo caso, yo soy la primera víctima de mis propios errores.
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