La gente suele arrepentirse de decir algo inconveniente y se lamenta de no saber callar a tiempo. Yo en cambio suelo pecar de prudente. Tengo tanto miedo al rechazo que escojo siempre el silencio como primera opción. Me reservo mis opiniones y me aguanto las ganas de decir lo que pienso. Nunca pido nada ni me quejo en voz alta. Experiencias pasadas me aconsejan no desvelar nunca mis cartas. Temo demasiado que mis palabras sean malinterpretadas, o lo que es peor, que se me entienda. Y es esa mezcla invencible de cobardía y pudor lo que me hace callar más de lo que debería y me mantiene oculto en la sombra a la espera de que suceda algo como por arte de magia y después me lamento más por lo que callo que por lo que cuento. Es la pena que debo pagar por no atreverme a decir lo que quiero, sin saber que el silencio no es refugio sino condena.

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