Al final hice lo que tenía que hacer.
Aunque no me apeteciera nada, pero siempre acabo haciendo lo que tengo que hacer.
De todas formas no me quedaba más remedio. O quizás es que no tuve valor para hacer otra cosa.
Tuve que aceptar que era lo mejor para mí, pero tampoco lo había pensado mucho, acepté sus razones sin cuestionármelas demasiado.
La mayoría de nuestras decisiones nos vienen impuestas. Así, mientras creemos elegir y ser libres, en realidad sólo estamos cumpliendo aquello a lo que estamos obligados o condicionados por nuestras circunstancias y entorno más o menos lejano.
Me doy cuenta de que todo lo que he hecho a lo largo de mi vida es justo lo que debía hacer, lo que otros esperaban de mí, y nunca me he preguntado, o si lo he hecho no le he prestado demasiada atención, qué era lo que de verdad me apetecía hacer a mí, relegando así mis deseos, porque el deseo es el nombre de lo prohibido.
O quizás me digo todo esto ahora sólo para eludir la responsabilidad de mis errores.
Solo una vez elegí.
Y es de lo único de lo que no me arrepiento.
Debería acostumbrarme a dudar de lo que parece seguro.
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