Hoy una de esas tantas cotidianas cosas insignificantes me salió bastante bien y eso me bastó para alegrarme el día y alejar por un tiempo de mi mente todas las preocupaciones.
Me sorprende la manera en que una pequeña alegría en algo que pudiera parecer realmente ridículo para cualquier otro consigue elevar mi moral e incluso mi autoestima de forma desproporcionada. El día amanece (es un decir) soleado y me lleno de optimismo, recibo una llamada de alguien que llevaba tiempo sin saber nada y me siento radiante, algún desconocido elogia mis palabras y me inunda la satisfacción, mis sensaciones en la carrera diaria son positivas y mis ánimos se disparan.
El problema es que a veces esas sensaciones se evaporan demasiado rápidamente, se van con la misma facilidad con la que llegaron al presentarse la más mínima contrariedad, por eso me esfuerzo, con mayor o menor éxito, en prolongarlas lo máximo posible.
Algunos dirían que soy inestable, que no debería cambiar de estado de ánimo tan fácilmente por auténticas tonterías, que hay cosas mucho más importantes, pero yo sé que para mí no habrá alegrías mayores que el sol de esta mañana, unas sencillas palabras de elogio o la euforia que las endorfinas producen, por eso me refugio en ellas como la única parte de gloria que obtendré jamás.
Y no es que sea negativo, como tanto me dicen, que todo es posible, sino que acepto las cosas tal y como vienen y no espero nada extraordinario de la vida, supongo que es la herencia que nos dejó Séneca a los de aquí, esta actitud estoica, pero sin dramatismo ni rechazo, sino celebrando lo poco o mucho que la vida nos depare, porque ya nos enseñaron de pequeños que es de bien nacidos ser agradecidos, y uno que tan poco mérito tiene no puede más que agradecer constantemente a la vida lo poco o mucho que ésta le dé, aunque sea algo insignificante a ojos ajenos,
aunque sea algo tan sencillo como un día soleado o las endorfinas haciendo de las suyas en tu cerebro y llenándote de euforia por el simple e increíble hecho de estar vivo.
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