viernes, enero 29, 2021

Tendemos a confundir nuestra opinión con la de la mayoría, incluso con la de todos, a creer que nuestras ideas son universales y que el sentido común se corresponde fielmente con nuestro juicio particular, convencidos de que todo lo que se aleja de nuestro parecer está fuera de lugar y es un gravísimo error, fruto de la ignorancia o la malicia, que nos escandaliza y repugna. Cuando alguien disiente, elevamos el volumen y el tono de la conversación, eludiendo el diálogo para imponer un monólogo irrebatible, descalificando de forma más o menos grave a quienes osan llevarnos la contraria. En ocasiones así, la única respuesta posible es el silencio, pues sus gritos no les dejan escuchar nuestros argumentos. Hay opiniones que invaden, que pretenden imponerse a toda costa y, para ello, se disfrazan de verdades. Tendemos a creer que nuestras opiniones están perfectamente fundamentadas y que por tanto son las únicas válidas, aunque casi nunca surjan a partir de una reflexión profunda y una valoración ecuánime de fortalezas y debilidades sino de un impulso irracional o un sentimiento más o menos exaltado. En un ejercicio de atención selectiva, atendemos solo a aquello que confirma nuestras creencias o corrobora nuestras opiniones. Eso nos lleva a rodearnos en nuestra vida diaria de personas que piensan como nosotros, lo que no hace más que alimentar esa confortable sensación de posesión de la verdad y nos impide ampliar y profundizar nuestros conocimientos, proporcionándonos una percepción adulterada de la realidad que limita nuestro razonamiento y nos conduce a un hermetismo ante las evidencias, las cuales nos negamos a admitir si nos contradicen, cerrándonos a todo lo que cuestione nuestras sagradas creencias. Se trata de un instinto primario de protección que ante todo busca hallar seguridad. Buscamos en el otro nuestro reflejo y atendemos tan solo a los argumentos que refrenden nuestro irreprochable punto de vista. Solo escuchamos lo que queremos oír, porque no nos interesa conocer la verdad sino tener la razón, vencer por encima de convencer. Buscamos en la opinión de los demás la confirmación de nuestro criterio para acabar así con nuestras dudas, miedos e inseguridades, aunque eso nos haga a menudo forzar la realidad hasta llegar a ver solo la cruz y nunca la cara de la moneda, pues no nos atrevemos a darle la vuelta temiendo hallar al otro lado algo que nos contradiga. Por mi parte, no soporto a quienes tratan de imponerme sus creencias, cualesquiera que sean, quienes opinan por mí y hablan en mi nombre, erigiéndose en portavoces del pueblo, quienes se atribuyen la representación de la voz pública, quienes monopolizan la verdad y pretenden hacer creer que sus ideas son también las mías sin haberme preguntado jamás. No soporto a quien no está dispuesto a cuestionarse lo que piensa y tampoco permite que nadie se lo cuestione, a quien cree que tolerar es permitir y se siente ofendido porque alguien piense diferente. En el pecado, ya llevan la penitencia. Probablemente ellos tampoco me soporten y eso en realidad, lejos de ofenderme, es para mí motivo de orgullo.


 

domingo, enero 17, 2021

El universo está lleno de constantes que explican su funcionamiento. Una constante es un valor fijo, permanente, que no varía en el tiempo. Son las claves que nos ayudan a entender la realidad y aseguran su estabilidad. Como una ecuación matemática, las personas también necesitamos estabilidad. Para ello debemos encontrar algo/alguien conocido que nos proporcione seguridad y confianza en el futuro, que nos permita combatir la incertidumbre y responda siempre a las expectativas, algo que te importe de verdad y no varíe, en lo que puedas confiar que estará ahí cuando busques el rumbo en mitad del caos. Así, cuando algo sale mal, recurrimos a nuestra constante. Cuando nos sentimos perdidos y todo se desmorona, regresamos a ella para hallar algún sentido. Es el refugio donde nos sentimos seguros, la brújula que marca el rumbo, el mapa que nos indica el camino a seguir. En un mundo inestable en el que nada es seguro, donde todo puede cambiar en cualquier momento, todo se transforma y nada permanece, recurrimos a las personas, lugares, actividades y cosas que nos hacen la realidad más reconocible y nos ayudan a comprender mejor lo que (nos) sucede. Saber que siempre estarán ahí hace que la vida sea más agradable. Por eso, si algo va mal, simplemente acude a tus constantes.


 

domingo, enero 10, 2021

Cuesta mucho construir una costumbre. Vivimos en las costumbres. Pero hay que tener cuidado con cuáles construimos. A veces nos hacemos adictos a ciertos hábitos nocivos que nos consumen lentamente hasta hacer de nuestra vida algo vulgar y sombrío. Puede que nos acostumbremos a un mal humor permanente, a un estado de espera constante, a un victimismo inane o a frecuentar compañías poco agradables. El problema es cuando la costumbre se convierte en dependencia. Trato de cultivar las buenas costumbres, aquellas que me aportan algo provechoso, las que me hacen sentir en paz y agradecido, las que consiguen que todo lo demás pase a un segundo plano, las que me llenan de esperanza sin exigencias. No siempre es fácil, porque a veces no dependen de ti, y cuando crees que has forjado una buena costumbre que querrías conservar toda la vida, todo se desvanece y te lamentas por no haber hecho o dicho lo suficiente para evitar que desaparezca. Añoras las costumbres que te aproximaron a la felicidad, de esa poco frecuente que sabes que lo es incluso en ese preciso momento, y echas de menos esos instantes de luz que te indicaron el camino cuando andabas enredado en tus laberintos particulares. La vida es más transitable cuando te apoyas en rutinas compartidas que te vuelven reconocible el camino hasta hacerte sentir como en tu hogar, de esas que nunca te cansas y que desearías que no terminasen nunca. Pero lamentablemente las costumbres no son para siempre. Se suceden unas a otras y es inevitable echar de menos aquellas que te hicieron la vida más agradable. Necesitamos buenas costumbres que sean para siempre y buenas personas con quien compartirlas, de esas únicas e imprescindibles que convierten la felicidad en una costumbre.


 

domingo, enero 03, 2021

Nunca el egoísmo fue tan reprobable como ahora. En momentos como estos es cuando la solidaridad, la empatía y el altruismo son más necesarios que nunca. Lo fácil es culpar a otros, a los de arriba, a los de abajo o a los de en medio mientras sigues haciendo todo lo que te apetece sin pensar en las consecuencias. Quien aún no se haya dado cuenta de que dependemos de los demás es que no se ha enterado de nada. ¿O cuánto te crees que podrías sobrevivir aislado por completo del resto del mundo? Que se arriesguen otros, que se sacrifiquen los demás, que se fastidien los que no piensan igual, pero ¿acaso la vida de esos otros vale menos que la tuya? Si estamos aquí es porque hace más de doscientos años Jenner inoculó la viruela bovina a un niño de ocho años. Si tenemos que creer en algo, mejor que creamos en la ciencia. Estamos vivos por las vacunas, la cirugía, los antibióticos y otras medicinas y tratamientos que siempre conllevan riesgos. Vivir conlleva riesgo, por si no te habías dado cuenta, pero no nos queda otra opción. Deberíamos invertir el consabido eslogan de la Revolución Francesa y anteponer la fraternidad a la libertad, porque nadie es libre si no lo son los demás. Somos lo que otros nos han dado, nos han enseñado o han hecho por nosotros, nuestros padres, amigos, familiares, compañeros, profesores, médicos, científicos, etc. Nunca el individualismo tuvo menos sentido. Si queremos llegar a algún sitio tendremos que hacerlo juntos o nos perderemos por el camino. Por eso, quien no esté dispuesto a dar que no se apresure a recibir.