martes, abril 20, 2021

El 20 de abril es una fecha para la nostalgia. Los que crecimos en los 90, recordamos aquella canción como parte indispensable de la banda sonora de nuestra vida. De vez en cuando me entra la melancolía y me pongo a recordar. Recuerdo aquellas noches infinitas y las risas que compartíamos todos juntos. Los buenos y malos momentos. Cuando creíamos que el mundo se acababa por cualquier tontería y tocábamos el cielo por un sencillo gesto de complicidad. Pero nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos. Ya no nos vemos casi nunca y si lo hacemos nos saludamos ritualmente y poco más. No tenemos nada de lo que hablar ni compartimos inquietudes. También mañana nos alejaremos de quienes hoy nos acompañan. Olvidaremos sus risas, sus gestos y hasta sus nombres. Particularmente me identifico mucho con algunas de las cosas que dice la canción. Porque ya no queda casi nadie de los de antes, y los que hay, incluido yo mismo, han cambiado. Entiendo que las cosas son así, que evolucionamos con el paso del tiempo de forma inevitable, que dejamos atrás a quienes nos acompañaron en el viaje y también a quien fuimos, en quien ya no nos reconocemos, pero eso no impide que hoy, 20 de abril de cualquier año, siga sintiéndome vacío.


 

domingo, abril 18, 2021

Como de costumbre, ando hoy lidiando con la sensación de que todos mis esfuerzos son en vano, de que nunca obtengo ni una mínima parte de la recompensa que merezco y que haga lo que haga, siempre dará lo mismo. Tal vez no deberíamos ponernos metas demasiado altas que solo generan frustración y desengaño. Tal vez no deberíamos escuchar voces alucinadas que nos venden ilusiones falsas, asegurando que todo se puede lograr con esfuerzo y paciencia. Lo cierto es que la mayor parte de las veces el resultado no depende de ti, aunque quieran hacernos creer que si fracasas es solo culpa tuya. En cambio, deberíamos centrarnos en disfrutar del proceso y valorar los pequeños logros cotidianos al margen de la opinión de otros. No convertir nuestra vida en una carrera de obstáculos que debemos superar para llegar a alguna parte y que carece de sentido si no alcanzamos el éxito que nos hemos propuesto. Para ello habría que renunciar a las expectativas y no dejarse embaucar por la fugaz sensación placentera que concede el aplauso o el trofeo. La vida no va de ganar medallas sino de hacer que cada día sea importante por sí mismo y no por cuánto nos permita avanzar en busca de algo que nunca nos satisface y nos hace sentirnos vacíos. Nuestros objetivos nos limitan y nos impiden ver la realidad alrededor. Tal vez no deberíamos ponernos ninguna meta, por pequeña que sea. Eliminar la idea de que la vida sea un camino, sino más bien un sitio donde quedarse, apreciar sus virtudes y sus dones, y hacer simplemente de él un lugar bonito.


 

martes, abril 13, 2021

Vivimos un tiempo en el que todo cambia constantemente, todo es inestable, nada permanece. Nos hemos acostumbrado a sustituir con rapidez unos hábitos por otros, unas actividades por otras, unas personas por otras... Cambiamos con excesiva frecuencia de televisor, de coche, de trabajo, de pareja y de amigos, en busca de novedades que nos proporcionen una experiencia diferente y al final nos damos cuenta de que nada nos satisface, todo nos cansa, todo nos da igual, nada nos sacia. La lealtad, la fidelidad, la perseverancia son valores en desuso. Si algo no nos gusta, simplemente lo abandonamos y lo cambiamos por otra cosa. No nos quedamos mucho tiempo en ningún lugar, pasamos página con prisa y olvidamos con facilidad. Perdemos el interés por todo enseguida y huimos del compromiso y las obligaciones que conlleva. Es este un mundo líquido en el que todo fluye a un ritmo acelerado y nada conserva su forma o posición original. La gente pasa a un ritmo acelerado por nuestra vida como por una pasarela, establecemos vínculos con fecha de caducidad, incapaces de crear lazos duraderos. Personas que como vienen se van, sin dejar huella ni recuerdo, nos abandonan o las abandonamos, o simplemente nos vamos alejando sin darnos cuenta y sin que nos importe demasiado, hasta acabar eliminándolas de nuestra vida como si desinstaláramos una aplicación del móvil. Me cuesta asumir que sea inevitable que las cosas funcionen así, y me siento mal cada vez que detecto en mí alguno de esos comportamientos, me rebelo contra ello y procuro conservar lo poco o mucho que quede de lo que fue y aferrarme a lo que permanece para evitar que todo aquello que algún día me importó desaparezca sin ofrecer un poco de resistencia dejándome una sensación de vacío y frialdad, convencido de que hay otra forma más sólida y estable de vivir y relacionarnos con los demás.


 

sábado, abril 10, 2021

A veces siento que me acostumbro con demasiada facilidad a las cosas. Es algo que antes no me ocurría, más bien al contrario, cuando era más joven me costaba mucho aceptar cualquier cambio que se produjera en mi vida, por pequeño que fuera. Ahora, sin embargo, he desarrollado una capacidad de adaptación extraordinaria. Asumo sin cuestionarme todo lo que ocurre a mi alrededor, me mimetizo de una forma ejemplar con mi entorno para no salirme ni un paso de la ruta marcada, asiento a cada pregunta para no desagradar, acepto las decisiones que otros toman por mí, convencido de que son las correctas, incorporo las escasas novedades a mi rutina con rapidez y sin ninguna objeción, obedezco las órdenes sin rechistar y callo si alguna rara vez no estoy de acuerdo en algo. Mi voluntad está anulada por completo y mi rebeldía domesticada hasta parecer extinta. Me someto a mis obligaciones diarias con disciplina espartana y resignación cristiana y alejo de mi mente cualquier sombra de duda o atisbo de deseo, consiguiendo así instalarme serenamente en un perfecto equilibrio entre indeseables extremos que en otro tiempo amenazaron mi sagrada estabilidad. Es una rutina vulgar, una inercia peligrosa que recorro en silencio sin expectativas ni esperanzas, pensando tan solo en cumplir las tareas asignadas y que no se parece en nada a lo que imaginaba que sería mi vida. Solo de vez en cuando, por algún motivo que ignoro, me detengo un momento a pensar, me rebelo contra mi propia docilidad y me digo que no es esto lo que quiero y que debo hacer algo urgente para cambiar. De repente me doy cuenta del tiempo que ha transcurrido sin que haya movido un dedo en busca de mis objetivos y me invade la impaciencia, la nostalgia, la tristeza y todos esos sentimientos incómodos que he desterrado de mi día a día para lograr la calma que ansío. El malestar me dura unas horas, a lo sumo unos cuantos días, para después regresar sumiso a mi monótona existencia, convencido de que no hay otra posibilidad. Pero en esos momentos en que despierto de mi indolencia, imagino nuevas posibilidades y logro adivinar la promesa de un futuro mejor y es ese breve instante de luz lo que hace que la rutina valga la pena.