viernes, enero 17, 2020

No sé jugar a las siete y media, al black jack ni a otros juegos similares. Nunca sé cuándo tengo que plantarme y prefiero pasarme a quedarme corto. Siempre pido más y acabo arruinando la partida. Así es este juego cruel en el que el equilibrio es tan difícil de alcanzar, pues siempre te pasas o no llegas, porque duele dejar escapar la ocasión, y el no llegar da dolor, pero si te pasas es peor y nunca sabes qué hacer, si plantarte o arriesgar. No me gustan las medias tintas, las medias verdades ni las medias mentiras. Nunca pido media ración no me alojo en media pensión ni corro una media maratón. Pretendo acabar todo lo que comienzo. No lo digo con orgullo, si acaso con vergüenza, pues a estas alturas ya debería haber aprendido a controlar mis impulsos y saber quedarme con el pájaro en la mano. Debería ser más moderado, reflexivo y prudente, virtudes que no me acompañan. Debería contar hasta cien antes de hablar, consultar las decisiones con la almohada durante quinientas noches y seguir el consejo de los expertos. Son cosas que me propongo y al final acabo dejándome llevar por las ganas hasta estropearlo todo. La posibilidad del triunfo me lleva a arriesgar demasiado y despreciar el empate y eso me conduce inevitablemente a la derrota. El olor de la gloria cercana nubla mis sentidos y anula mi conciencia y me hace actuar como un zombie hambriento en busca de comida. Pero prefiero vivir así, soñando con la victoria, pensando que aún es posible lograr todo lo que deseamos antes que resignarme a la gris sucesión de los días iguales sin ningún espejismo en el horizonte que perseguir que me dé un motivo para levantarme cada mañana de la cama.

martes, enero 14, 2020

El éxito no puede ser obligatorio. No debemos obsesionarnos con alcanzar logros que casi nunca dependen de nosotros. Lo que sí debemos es poner todo de nuestra parte para lograr aquello que deseamos pero sin que eso nos haga olvidarnos de lo que tenemos, dejando así escapar el presente. De vez en cuando conviene cuestionarnos lo que deseamos, pensar para qué queremos conseguirlo, si acaso merece la pena tanto sacrificio y no dejarnos deslumbrar por el brillo del trofeo que anula nuestra conciencia y somete nuestra voluntad. Porque a menudo erramos el objeto de nuestros deseos, equivocamos el destino de demasiados esfuerzos, confundimos el fin con los medios, la meta con el sentido, el triunfo con el éxito. El ganador no siempre es quien llega primero sino el que saborea cada paso del camino. Hacemos propias las expectativas ajenas, nos sometemos a su tiranía para no defraudar a alguien y ni siquiera nos damos cuenta de que no es lo que nosotros queremos. Habrá que rebajar las expectativas y aceptar que lo raro es vencer, que lo normal es fallar muchas veces antes de acertar y que las caídas también forman parte del trayecto y darnos cuenta de que eso no es fracasar. Fracasar es dejarnos esclavizar por nuestros deseos hasta impedirnos disfrutar de lo que poseemos, fracasar es no vivir este momento por miedo a lo que vendrá, fracasar es quedarse esperando a que alguien haga lo que solo nosotros podemos hacer, fracasar es lamentarse por aquello que no está en nuestra mano hasta hacernos sentir incapaces e inútiles. Por eso no conviertas la felicidad en un deber y la adversidad en una catástrofe, no dejes escapar el tiempo preocupándote por un futuro probable, no te dejes convencer por el miedo y asume el error como parte imprescindible de tu vida. Solo así podrás apreciar todo lo bueno que hay en ella.

martes, enero 07, 2020

No puedo evitar el pensamiento recurrente de que todo lo que sucede es resultado de lo que ha sucedido antes, así pues, lo que me pasa se debe exclusivamente a lo que hice en el pasado, yo soy el responsable de todas mis derrotas y decepciones. Son mis pasos los que me condujeron a este callejón sin salida, mis decisiones apresuradas las que me condenaron sin remedio. Tal vez, si lo pienso fríamente, no tenga por qué ser así y podría señalar a los demás, a las circunstancias o a la mala suerte como responsables de mis errores, pero mi educación católica me hace pensar continuamente en que yo soy el único culpable. Y la verdad es que si miro hacia atrás no puedo más que darle la razón a esas ideas perniciosas que me obsesionan, porque he cometido muchos más errores de los aconsejables, me he pasado de la raya sin complejos, he abusado de la confianza ajena creyendo que todo pecado obtiene su perdón tarde o temprano, me he ganado a pulso todos y cada uno de mis fracasos, he hecho demasiadas cosas de las que me avergüenzo, y lo peor es que estoy seguro de que volveré a hacerlas, creyendo ingenuamente que esta vez va a salir bien.