jueves, julio 08, 2021

Nos negamos a asumir nuestra responsabilidad. Somos incapaces de reconocer los errores que cometemos, desde los más leves hasta los graves. Siempre hay alguien a quien puedes echar la culpa de tus desfases. Si caemos es porque alguien nos empujó, fallamos porque alguien nos engañó, si fracasamos es sin duda una injusticia y, por supuesto, si algo hicimos mal, fue sin querer, pero nunca, nunca, es culpa nuestra. Somos expertos en poner excusas y retorcer la lógica para mantener a salvo nuestra conciencia. “Deberían habérnoslo prohibido”, “alguien tendría que controlarlo”, “nadie nos dijo que no podíamos hacerlo”, repetimos a modo de justificación, como si no fuésemos capaces de decidir por nosotros mismos lo que está bien, mal o regular. Es la mentalidad que impera en esta sociedad infantilizada que se niega a tomar sus propias decisiones y asumir las consecuencias de sus actos. Necesitamos que nos impongan normas para poder quejarnos de ellas, y si no lo hacen lamentarnos de su permisividad. Incluso cuando existen, forzamos las reglas hasta el límite y nos jactamos de burlarlas sin reparo, despreciando a quien las cumple. Basta con que nos lo prohíban para que nos apetezca aquello que nunca nos interesó, y si intentan obligarnos nos negamos a hacerlo en pos de nuestra sagrada libertad. Que puedas hacer algo no quiere decir que tengas que hacerlo. Tú mismo debes calcular los riesgos y elegir la opción que consideres correcta, renunciando a cosas que podrían proporcionarte una rápida satisfacción pero también dejarte unas secuelas indeseables. Todo se reduce a una decisión personal. En algún momento tienes que dejar de mirar hacia otro lado y admitir que te has equivocado y reconocer sin enojo que nadie tiene la culpa de verte caer.


 

jueves, julio 01, 2021

Durante toda mi vida me he impuesto deberes que nadie más me exigía, me he obligado a cumplir mis propias expectativas y eso me generaba un estado de ansiedad permanente del que no conseguía desprenderme. Porque cuando cumplía alguna de mis exigencias, ya había otras nuevas que ocupaban su lugar y si fracasaba sentía que estaba decepcionando a los demás y que no merecía su afecto ni su consideración. Nunca he podido disfrutar de lo que tenía pensando en lo que me faltaba, pues siempre había algo pendiente por lo que tenía que ponerme de inmediato a trabajar. Toda mi vida he sido mi peor juez y mi verdugo, mi enemigo privado número uno, pues creía que si no lo hacía bien defraudaría a los que me querían y acabaría perdiéndolos. Pero jamás nadie me pidió explicaciones tras un fracaso, no tuve que disculparme después de cada error cometido salvo ante mí mismo. Porque nadie nos exige que hagamos nada, nadie condiciona su amor, su amistad o su respeto al resultado de nuestros esfuerzos y tampoco nuestros logros impresionan a nuestros enemigos. Quien nos ama o nos odia lo hará independientemente de que perdamos o ganemos, tal vez incluso más en la derrota. Luchar por lo que deseas está bien, pero no temas defraudarme a mí ni a nadie, pues no depende el cariño de nuestros aciertos.


 

martes, junio 29, 2021

De repente es verano y todo es exceso y color, el aire vibra y la luz resplandece. Miramos al futuro con optimismo, hacemos planes y celebramos la vida. Nos reencontramos, nos abrazamos, mostramos sonrisas confiadas como si aquí no hubiera pasado nada. Y me contagio de esas ganas que llenan el ambiente y hago volar la esperanza, redescubriendo el valor de aquellas pequeñas cosas que dejamos aparcadas, aguardando a que llegase este momento dichoso en que todo cobra sentido después de tanto tiempo de incertidumbre y miedo. Por momentos volvemos al ayer, a las tardes infinitas de la infancia, sin obligaciones ni prisas, a las ilusiones de la adolescencia y el tiempo se aligera y se dilata. La fiesta se prolonga a mi alrededor y los problemas parecen esfumarse. Todo es exceso y color, el aire vibra y la luz resplandece. Y sin embargo, incapacitado tal vez para la dicha, no consigo alejar de mi mente las pérdidas.


 

miércoles, junio 23, 2021

El otro día me comentaba un compañero del trabajo que el jefe le había echado una señora bronca por un pequeño fallo que había cometido sin darse cuenta. Se quejaba de que en veinte años en la empresa sin ninguna mancha en su expediente jamás había recibido una felicitación o un halago por parte del señor director o algún otro de sus superiores y, sin embargo, al menor fallo se habían encargado de hacérselo saber con malos modos y amenazas. Me hizo pensar en la injusticia que cometemos cada día, pues actuamos así siempre y en todos los ámbitos, no solo en el laboral, sino también con la familia, la pareja, los hijos, los amigos, etc. Ocurre también en las redes sociales. Tendemos a guardarnos los halagos y a subrayar los errores, mientras que, por el contrario, somos muy dados a destacar los aciertos propios y ocultar nuestros fallos. Todos cometemos errores, incluido por supuesto tu jefe, y sería mucho mejor si no pusiésemos siempre el énfasis en lo que está mal y obviásemos lo que hacemos bien como si eso fuese algo obligado. No podemos hacerlo todo perfecto sin equivocarnos jamás, nadie es capaz de eso, pero en general son muchos más los aciertos que los fallos y nadie nos felicita nunca por ello, en cambio somos contundentes en la crítica e hirientes en el reproche. Para mí una pequeña crítica se convierte en una obsesión que me hunde y desanima, mientras que un elogio me motiva y me anima a seguir adelante. Pienso que deberíamos acostumbrarnos a resaltar más los aspectos positivos en lugar de los negativos, a apoyar a quien se equivoca y ayudarle a corregir sus fallos, asumiendo las imperfecciones y valorando las virtudes de los demás, porque nadie está libre de pecado y unas palabras amables son siempre el mejor impulso para seguir mejorando.


 

domingo, mayo 23, 2021

Siempre tuve la sensación de que no estaba preparado para lo que venía. Que no sería capaz de responder a lo imprevisto. Que no estaba cualificado para resolver las dificultades que surgían. Desde pequeño me angustiaba la idea de tener que enfrentarme a algo nuevo, desconocido para mí, para lo que nadie me había enseñado cómo debía actuar ni mucho menos sentirme. El más mínimo cambio en mi rutina suponía un suplicio por el que habría dado cualquier cosa por esquivar. Me atormentaba durante días pensando en el fatídico instante en que tendría que enfrentarme a mi debilidad y todos conociesen el impostor que era. Puede que hasta entonces hubiera logrado engañarles fingiendo que era uno más, pero la verdad siempre acaba saliendo a la luz. Cada nuevo curso en el colegio, el paso al instituto, un examen o una exposición oral, la selectividad, la universidad, vivir solo o en otra ciudad, las oposiciones, el trabajo, un nuevo empleo o responsabilidad, la vida en pareja, la convivencia, la enfermedad, la muerte de un ser querido, las despedidas, los reencuentros, por supuesto la paternidad... Sentía el vértigo de asomarme a un precipicio y no saber volar. Miraba a los demás y todos me parecían completamente seguros de sí mismos, convencidos de lo que debían hacer en cada situación, mientras yo me debatía entre mil dudas y temores que provocaban que mi inseguridad se desbordase, renunciando a muchas cosas sin intentarlo por temor al fracaso. El miedo al ridículo, a no estar a la altura, a no hacerlo bien, a avergonzar a mi familia, a fallarle a quien confiaba en mí, a fracasar, a equivocarme o ser abandonado me ha acompañado a lo largo de mi vida como una pesada carga que entorpecía mi camino y me privaba de experiencias enriquecedoras que me habrían permitido crecer. Hasta que un día, tras mucho observar a los demás, comprendí que nadie está nunca seguro del todo, salvo los ignorantes o los locos, que en algún momento todos sentimos que no somos capaces, que lo raro es ganar y que es lógico el miedo al fracaso. Por eso ya no me avergüenzo de mostrar mis dudas ni manifestar en voz alta mis limitaciones o publicar mis desatinos, de confesar sin rubor que no sé hacer algo y pedir ayuda cada vez que me hace falta. Porque sé que nadie está nunca completamente preparado para lo que vendrá y que algún momento todos preferiríamos no hacerlo, que no importa que tengas dudas y flaquezas sino que se trata de afrontar cada nuevo reto con optimismo y buena voluntad, sin temor al fracaso ni miedo al error, admitir tus carencias sin menoscabar tus virtudes, atreverse a exhibir las heridas y descubrir la belleza de cada nueva etapa o cambio en nuestra vida, que la hacen mucho más rica, más plena, mejor.


 

sábado, mayo 15, 2021

Hubo un tiempo en que estaba permitido soñar, se podía pedir lo imposible, convencidos de que se haría realidad. La juventud era sinónimo de rebeldía y estábamos dispuestos a luchar juntos por la justicia universal. Queríamos asaltar los cielos, transformar la sociedad, derribar las estatuas e inaugurar un tiempo nuevo. Creíamos que algo estaba cambiando, que otro mundo era posible, los jóvenes eran revolucionarios y no reaccionarios, no nos aferrábamos a lo material, la libertad consistía en que nadie te dijera lo que debías pensar, romper los muros que nos oprimían y enfrentarnos a nuestros miedos, ser dueño de tu vida, el capitán de tu alma, el amo de tu destino... Ahora todo eso pasó, hemos abandonado la rebeldía a cambio de un poco de orden y estabilidad, preferimos pájaro en mano y lo malo conocido y renunciamos a nuestras ideas por un plato de lentejas. Miramos con recelo a quien pretenda alterar lo más mínimo nuestra sagrada comodidad, como si quisiera arrebatarnos lo más preciado, convencidos de que nada cambiará nunca. Todos duermen pero no sueñan, incapaces de imaginar un futuro distinto. Solo estamos dispuestos a luchar por nuestro propio beneficio particular, pero sin arriesgar demasiado, desconfiamos de nuestros semejantes y atacamos a quien se cuestiona la verdad oficial. Hemos derrotado a la imaginación y rechazamos cualquier novedad, cuando la igualdad es una quimera, la fraternidad sospechosa y la libertad cabe en una pulsera o en un vaso de cerveza. Nos cambiaron las preguntas y nos robaron la rabia. Hemos envejecido a pasos acelerados, nuestras esperanzas se han diluido y hemos olvidado los motivos de nuestra indignación. Y ahora, cuando me avergüenzo de mi propia apatía e indiferencia, me pregunto qué quedó de todo aquello, qué quedó de nosotros.