jueves, junio 26, 2003

El verano comienza a tomar cuerpo mientras yo intento perderlo censurando mis pequeños vicios confesables. Las calles se van haciendo de fuego como corresponde a la época y el letargo se extiende sobre la ciudad sumiéndola en un sueño inestable dispuesto a alterarse al menor contratiempo. Uno culpa al calor de la falta de ganas de hacer nada pero ya culpó al frío, a la lluvia o a la primavera otras veces y no se cree demasiado sus pretextos. La gente hace planes para sus vacaciones y uno, que no las mereció, prefiere no planear nada y que sea la vida tan inoportuna como siempre la que decida día tras día. De todas formas empiezo a creer que soy quien menos capacidad de decisión tiene sobre mi propia vida. Algunos reencuentros que más bien son desencuentros, llamadas perdidas, esperas interminables, gente que viene y alguno incluso que se va, y este cansancio permanente que me tiene metido en una monótona cadena de supervivencia bajo mínimos. Visitar algunos lugares de tiempos mejores, otros incluso peores, volver a casa con la mochila cargada de ilusiones en forma de libros y la cabeza de recuerdos y deseos difíciles de mantener mucho tiempo. Después, la tristeza relativa de los infinitos atardeceres del sur, la otra cara de la juerga y el jaleo. Hay una espesa capa de memoria en el ambiente que nos impide actuar, y mañana habrá que levantarse otra vez sin saber muy bien para qué. La ciudad estaba como siempre, soy yo el que ha cambiado.

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