miércoles, junio 25, 2003

No tuvimos la culpa de la derrota, el amor era sólo un juego cuyas reglas ignorábamos y en el que pretendíamos participar sin atender a normas, como si ambos fuéramos un solo bando y no enemigos casualmente reunidos y nos creyéramos capaces de improvisar soluciones para cualquier problema, pero cuando las cosas empezaron a fallar cada uno inventó las suyas propias y rechazó las que el otro le imponía, con lo que la partida acabó rápidamente y de mala manera. Ahora que nuestros cadáveres reposan en lugares alejados, deseamos regresar y en las noches solitarias redactamos leyes que puedan conceder una paz duradera, como si no supiéramos que sobre nuestras tumbas no volverá a crecer la hierba y que nada de lo que muere ha de volver más que en el recuerdo.


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