domingo, octubre 28, 2018

En el instituto me contaron que la materia ni se crea ni se destruye, solo se transforma, y del mismo modo pienso que las relaciones humanas tampoco desaparecen nunca, solo se transforman. La amistad, el amor, los afectos familiares, la fidelidad, la confianza, la complicidad, el rencor, el sufrimiento ... están en continuo cambio. Con el paso del tiempo no son lo que eran sino que se convierten en otra cosa, ni mejor ni peor, diferente. A veces veo adolescentes exaltar la amistad, creyendo firmemente en ella, pensando que nunca desaparecerá lo que hoy tienen y me veo reflejado en ellos y alguna vez incluso me atrevo a decirles que aprovechen ese instante porque dentro de unos años tal vez ni siquiera saluden cuando se encuentren por la calle a esa persona con la que hoy se abrazan y a la que juran que por ningún motivo abandonarán jamás. Nunca volveremos a ser quienes fuimos y no podremos recuperar lo que perdimos y tendremos que aprender a vivir echando de menos lo que un día tuvimos. La adolescencia es una época dorada de nuestra vida, tal vez la mejor o quizás la memoria se encargue de embellecerla y ocultar las sombras. Porque sin duda las hubo y muchas de las cosas que creemos recordar no sucedieron de ese modo y no podremos saber qué ocurrió realmente, porque todo eso ha desparecido, o más bien se ha transformado en algo muy diferente, pero qué queda de todo lo que desparece cuando ya no está. Esa es la pregunta que me hice al mirar hacia atrás y recordar mi adolescencia y que despertó en mí otras muchas preguntas, las cuales he tratado de responder seguramente sin éxito en mi nueva novela “Todo lo que desaparece”. Me encantaría poder compartirla contigo y conocer tu opinión.


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