domingo, agosto 26, 2018

Hay días de una tristeza intolerable. Días en los que amaneces con el dolor en la boca y ya no sabes cómo desprenderte de él. Días como hoy, llenos de una infinita ausencia, en los que toda idea es una trampa en la que intento no caer y evito acercarme a las ventanas. Pero entonces salgo a la calle tratando de hallar algo diferente, confundirme entre la gente para intentar ser uno más e impregnarme de su bendita inconsciencia, arrebatarles en un momento de descuido una brizna de su inocencia, dejándome hipnotizar por las luces estridentes de los grandes almacenes, recorriendo sus rincones en busca de pequeños objetos bellos que me hagan sentir un espejismo de felicidad, y cuando después de algunas horas regreso a casa con el botín obtenido, descubro que el dolor ha huido acosado por tantos reflejos dorados. Entonces comprendo que el dolor es sólo un capricho, tan insensato y sin motivo que aparece y desaparece a su antojo, y que es inútil luchar contra lo imprevisible, y siento un extraño alivio que no alcanzo a comprender.

No hay comentarios: