martes, septiembre 11, 2018

Despisto al dolor ocupado en cosas sin importancia, viendo los concursos de la tele o siguiendo los resultados deportivos que consiguen despertar mi ánimo adormecido y hacer que me ilusione por ellas. Sé que es despreciable esta forma de sentir, este vulgar alegrarme por pequeñas tonterías que ni siquiera me afectan directamente, pero no me queda otra alternativa ahora que todo es desencanto. Ahora que no hay consuelo ni en el recuerdo, me aferro a cosas banales. Habiendo perdido en todo puedo al menos ganar en lo indiferente, en lo que no tiene sentido, en lo intrascendente, y conformarme con esta idea absurda de que, aunque sea por una vez, he vencido. Sin embargo, son también esas pequeñas cosas sin importancia las que ahondan mi dolor y me hacen perder el equilibrio, las pequeñas derrotas, los fracasos cotidianos, los gestos de rechazo de los desconocidos, las decepciones en apariencia intrascendentes, un partido perdido, una respuesta equivocada, una mancha en la ropa, un plato que al caer se rompe, un minuto de retraso, el vecino que nos mira despectivamente, se suman, se multiplican, se elevan unas sobre otras hasta convertir el día en la mayor de las frustraciones, y el dolor llega de nuevo, no hay donde esconderse, me persigue, se aferra a mí como su hogar y no logro arrancarlo de mis huesos, hasta que soy incapaz de diferenciarlo de mí e inunda cada rincón de mi mente y ya no sé cómo seguir adelante ni para qué.

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