domingo, marzo 22, 2020

El octavo día empieza a decaer la actividad incesante. Te cuestionas la necesidad de mantenerte todo el día ocupado, dejan de interesarte esas viejas aficiones para las que al fin habías encontrado tiempo y te dedicas a no hacer nada sin ningún remordimiento. Tal vez el fin de semana contribuya a este estado de ánimo, aunque no seas capaz de hallar la diferencia, o quizás la lluvia trajo esta apatía con su ambiente plomizo y desolado, o es el hecho de estar asumiendo que esto es solo el principio. Buscas miradas cómplices en las azoteas, te asomas al balcón y ni siquiera ves ya gente paseando al perro, los aplausos suenan más débiles, resignados, impotentes. Puedes oír en ellos el miedo. No hay apenas música en los balcones, ni ganas de bailar o reír como los primeros días, y te asaltan las dudas a cada instante. Decides descansar por hoy de la rutina de entrenamiento y abandonas el trabajo al que ya no encuentras sentido, incapaz de vislumbrar el final. Te alejas del wasap para evitar conversaciones delicadas, dejas de verle la gracia a las bromas y memes, escuchas las noticias con angustia, intentado hallar un hilo de esperanza, pero todo lo que oyes no hace más que acrecentar tus temores, y te aíslas por completo en ti mismo del mundo exterior. Entonces, miras esa nube negra sobre tu cabeza y allá, a lo lejos, puedes intuir el sol como una promesa.

2 comentarios:

Devoradora de libros dijo...

Esperemos esa promesa entonces.

Besos.

Susana dijo...

Qué razón tienes. Esto se hace largo. Un beso