viernes, abril 17, 2020

Casi siempre es una cuestión de valorar lo que se gana y lo que se pierde, evaluar riesgos y posibilidades y asumir las consecuencias. No es nada nuevo ni difícil de entender. Vivir, ya lo sabemos, es arriesgar. Nunca tendremos la certeza de acertar en nuestras decisiones. Si buscas un mundo seguro, no es este. Sé que si cojo el coche puedo tener un accidente, si abuso de ciertos alimentos puedo padecer enfermedades, si fumo, si bebo, si voy por la calle puede caerme una cornisa en la cabeza y que si voy al supermercado puedo contagiarme. Eso es algo que ya sabíamos y asumíamos sin problema. Parece que hemos descubierto ahora el miedo, pero solo lo habíamos olvidado. Siempre ha sido así y siempre lo será. Se trata de tenerlo domesticado para que no degenere en pánico y parálisis permanente. En nuestra soberbia, nos habíamos creído inmortales. La incertidumbre existirá siempre, el peligro acecha a la vuelta de cualquier esquina. Esa es la condición humana, la vulnerabilidad, la fragilidad, y pese a todo, afrontar esa realidad con firmeza. Esa es nuestra desgracia y nuestra fortuna. Los dioses envidian a los hombres. No podemos quedarnos mirando la vida desde el balcón ni dejar que el miedo se convierta en nuestra prisión, aunque eso nos exponga a peligros insospechados. No podemos quedarnos parados por miedo a errar el próximo paso y continuar sentados por miedo a caer al levantarnos, no podemos conformarnos con ver el partido desde el banquillo. No hemos venido aquí a empatar. Cuando salgamos ahí afuera, lo haremos sabiendo que no estamos exentos de riesgo, pero que eso no nos impida disfrutar esta fugacidad.