martes, abril 13, 2021

Vivimos un tiempo en el que todo cambia constantemente, todo es inestable, nada permanece. Nos hemos acostumbrado a sustituir con rapidez unos hábitos por otros, unas actividades por otras, unas personas por otras... Cambiamos con excesiva frecuencia de televisor, de coche, de trabajo, de pareja y de amigos, en busca de novedades que nos proporcionen una experiencia diferente y al final nos damos cuenta de que nada nos satisface, todo nos cansa, todo nos da igual, nada nos sacia. La lealtad, la fidelidad, la perseverancia son valores en desuso. Si algo no nos gusta, simplemente lo abandonamos y lo cambiamos por otra cosa. No nos quedamos mucho tiempo en ningún lugar, pasamos página con prisa y olvidamos con facilidad. Perdemos el interés por todo enseguida y huimos del compromiso y las obligaciones que conlleva. Es este un mundo líquido en el que todo fluye a un ritmo acelerado y nada conserva su forma o posición original. La gente pasa a un ritmo acelerado por nuestra vida como por una pasarela, establecemos vínculos con fecha de caducidad, incapaces de crear lazos duraderos. Personas que como vienen se van, sin dejar huella ni recuerdo, nos abandonan o las abandonamos, o simplemente nos vamos alejando sin darnos cuenta y sin que nos importe demasiado, hasta acabar eliminándolas de nuestra vida como si desinstaláramos una aplicación del móvil. Me cuesta asumir que sea inevitable que las cosas funcionen así, y me siento mal cada vez que detecto en mí alguno de esos comportamientos, me rebelo contra ello y procuro conservar lo poco o mucho que quede de lo que fue y aferrarme a lo que permanece para evitar que todo aquello que algún día me importó desaparezca sin ofrecer un poco de resistencia dejándome una sensación de vacío y frialdad, convencido de que hay otra forma más sólida y estable de vivir y relacionarnos con los demás.