lunes, enero 15, 2018

Uno acaba compartiendo sus normas que llega a asumir como propias a fuerza de entrenar al desengaño. Acomoda su cuerpo cansado a ese estrecho y húmedo rincón al que llama hogar. Se acostumbra a los rostros huraños con los que simpatiza a veces rechazando el rencor o la ira. Se hace al pútrido sabor del café frío de la mañana como alivio que aún celebra. A veces se detiene a recordar, cada vez con menor frecuencia, escenas fugaces de otra vida casi olvidada y ajena que no añora ni lamenta demasiado. Domestica sus instintos ahogando al deseo entre las sábanas y consigue apenas engañarlo con promesas más o menos falsas. Empeñados en negar evidencias nos alojamos confiados bajo un techo de decepciones asumidas que protege la inocencia. Emplea su tiempo en ocupaciones vanas que otorgan un leve descanso al contemplar satisfecho sus insignificantes logros. Descarta el riesgo a cambio de la calma mientras va tachando calendarios con el inútil consuelo de no merecer la penitencia. Renuncia a la huida seguro de que afuera nada será diferente, mientras aún duerme con la débil esperanza de que cualquier día alguien venga al rescate.

1 comentario:

Anónimo dijo...

No hay necesidad alguna de vivir así, acostumbrado a la costumbre,aburrido pero cómodo, si no gusta lo que hay, lárgate!!!